5.11.2009

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La letra «T» es una casa con tejados a dos aguas. «Habitad la casa y ésta no caerá», reza un verso de Arseni Tarkovski, el padre de Andrei, el director que devolvió al cine toda su potencia espiritual, su capacidad de desgarrar las costuras de la razón y de hacernos entender mediante la emoción. Tal vez en la estela de Dreyer. Para Andrei Tarkovski la cámara oscura es una casa perdurable, una casa de imágenes que levantan su propio campamento provisional, y que se renueva cada vez que se apagan las luces y dejamos que el surco de luz entable conversación con la memoria y el deseo. Una casa fundamentalmente imaginaria.

Unos años antes de ponerse a trabajar con Tarkovski, y de regalarle una polaroid, el escritor italiano Tonino Guerra publicó La miel.

Lentitud y longitud.
Es fácil deducir que agradara al cineasta ruso, y no sólo por la legendaria lentitud (longevidad) y longitud (complejidad) de sus planos: «Hará unos veinte días puse una rosa en un vaso / Encima de la mesita que hay junto a la ventana. / Cuando me di cuenta de que todas las hojas / Se habían marchitado y estaban a punto de caer, / Me senté frente al vaso / A ver morir la rosa. // Estuve un día y medio esperando. // El primer pétalo cayó a las nueve de la mañana / Y lo hizo en mis manos. / Nunca he estado junto a un lecho de muerte, / Ni siquiera cuando murió mi madre. / Yo estaba de pie, lejos, al final de la calle». Era el año 1981. Dos años después, Tarkovski rodó dos películas: Tiempo de viaje, un documental, y Nostalgia, una ficción en la que, sin embargo, como en todo su cine, se podía rastrear una suerte de biografía espiritual. Guerra firmó, junto al propio director, los dos guiones.

Del Alba y el Ocaso.
Con aquella cámara que revelaba al instante, Tarkovski tomó unas 340 fotos, en su mayor parte al alba y al ocaso. Las imágenes, que se van desvaneciendo porque el fijador de la polaroid no está hecho para perdurar, en sintonía con la materia del tiempo y el deterioro de la memoria, le sirvieron a Tarkovski para «capturar algunas imágenes del campo ruso, de su casa y de la familia, para poder utilizarlas después en la preparación de la película», escribe Andrej A. Tarkovski, su hijo, en el catálogo Fidelidad a una obsesión. La obra fotográfica de Andrei Tarkovski. Se refiere el director del Instituto Internacional dedicado en Italia a preservar el legado del autor de La infancia de Iván a Nostalgia, su primer filme rodado en el extranjero. Igual que Tarkovski, no volvería a Rusia; en realidad, no se regresa a la casa de la infancia, y, si se vuelve, será siempre un viaje metafórico, porque no es posible recuperar el tiempo perdido. ¿O sí? El intento más acabado es un tour de force textual, una inmersión en la memoria y una recreación majestuosa basada en el poder evocador y mixtificador de las palabras: Proust y su proteica «busca del tiempo perdido». La escala y la estrategia de Tarkovski son otras, y no sólo por su estilo, sino porque utiliza el cine -un talismán envilecido por el comercio y la necesidad de entretener la espera de la muerte-, para levantar una auténtica casa en la que entrar desnudo, anegada, pero con cimientos de luz capaces de suscitar emociones turbadoras, como las que propicia cada nueva «lectura» de su obra.

Sobre los mismos cimientos.
Lo dice el propio cineasta a cuenta de su cinta El espejo: «Tenemos el tema de la vieja casa en que transcurrió la niñez del narrador, donde nació y donde vivían sus padres. Reconstruímos aquella casa, castigada por el tiempo; la reconstruímos con gran exactitud, siguiendo viejas fotografías e hicimos que resurgiera sobre los mismos cimientos y en el mismo lugar en que había estado cuarenta años antes. Cuando llevamos allí a mi madre, que había pasado su juventud en aquel lugar y en aquella casa, su reacción al verla superó mis más ilusionadas expectativas. Regresó al pasado». ¿Una forma de vencer los estragos del tiempo, otra T, otra casa a dos aguas sin paredes, donde guarecerse de la lluvia menos oblicua, pero no de la intemperie ni de la muerte?

Escultores naturales.
La Fundación Luis Seoane de La Coruña es una casa de piedra y madera construida en uno de los salientes de una ciudad alzada frente a dos escultores naturales, el mar y el viento. Aquí el viento esculpe, como esculpe el tiempo (como quería Tarkovski, que esculpe con el cine, horada nuestra resistencia natural a ver de qué va la gran vaina existencial). Por eso nos gusta refugiarnos en la casa imaginaria capaz de abrigarnos de todas las devastaciones que nos van arrancando de aquella idea de la infancia, donde el mundo parecía bien hecho y nos creíamos a salvo. Luis Buñuel exploró como pocos (con la inestimable método paranoico-crítico de Salvador Dalí) los vasos comunicantes entre el cine y el sueño, como si el verdadero cine fuera transcripción de sueños.

Con motivo de Luz instantánea. Fotografías, itinerarios e saudades de Andrei Tarkovski, la Fundación Luis Seoane ha creado, junto a las fugitivas polaroids que Tarkovski tomó en Rusia e Italia, una casa de palabras. Gastón Bachelard sirve de guía por las paredes de esta Casa Rusia, como cuando dice que «evocando los recuerdos de la casa, sumamos valores de sueño; no somos nunca verdaderos historiadores; somos siempre un poco poetas y nuestra emoción tal vez sólo traduzca la poesía perdida».

La casa nos servía de preparación para el porvenir ahí fuera, porque «nuestros contactos, nuestras relaciones, no se dan porque queramos que se den, porque las deseemos. No se dan porque queramos obtener placer de esas relaciones, sino porque tenemos miedo». Son palabras de Andrei Tarkovski, una «T» de yesca para adentrarse en el misterio inagotable de su cine. Una casa en la que quedarse a la intemperie.


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